Cada segundo domingo de mayo, el calendario marca el Día de las Madres. Las tiendas se llenan de flores, electrodomésticos en oferta y mensajes cursis envueltos en papel de regalo. Pero pocas veces esta fecha invita a una verdadera reflexión sobre lo que significa maternar.
Ser madre es una experiencia tan inmensa como compleja. No se reduce a parir ni a cumplir con un mandato. Implica cuidar, guiar, sostener… pero también implica equivocarse. Porque no hay una forma única ni perfecta de ser madre. Y porque antes que madres, somos mujeres. Mujeres que viven procesos, que atraviesan etapas, que a veces pueden con todo y otras, simplemente, no.
Celebrar el Día de la Madre no debería implicar sacrificio eterno ni devoción incondicional al cuidado de otres. Ser madre no es dejarse la piel para cumplir con lo que esperan de nosotras. Es aprender a cuidarnos también a nosotras mismas. Es permitirnos fallar, decir que no, tomarnos un respiro. Es darnos permiso para seguir siendo personas enteras, más allá de los hijos y de los roles impuestos.
Este día, lejos del marketing y del consumo, quiero celebrarlo de otra manera: desde el amor propio, desde la compasión entre nosotras, desde el reconocimiento a todas las formas de maternar. A las que parieron, a las que adoptaron, a las que crían en colectivo, a las que acompañan con ternura, incluso sin ser reconocidas como madres. A las que han decidido no serlo, pero maternan desde otras orillas.
Porque maternar también puede ser tejer redes, alimentar sueños, proteger la vida en sus muchas formas. Maternar no siempre es cuidar hijes, a veces es cuidarnos como comunidad, como mujeres, como cuerpo colectivo.
Hoy no quiero flores ni mensajes vacíos. Quiero espacios de descanso, palabras honestas, abrazos reales. Quiero un mundo donde ser madre no signifique desaparecer, sino reinventarse con dignidad y amor.
Celebro a las que aman sin dejar de amarse. A las que cuidan sin olvidarse. A las que no quieren dejarse la piel, pero sí el alma… viva.
